Sonó mi teléfono móvil, interrumpiendo la reunión. Era Óscar, y ya sabía para qué.
- Pardo, la autopsia ha terminado. Tenemos vía libre en el depósito de cadáveres.
- Gracias, hombre. ¿A qué hora te viene bien?
- A las ocho termino el servicio.
- A las ocho; perfecto.– El resto me miró como si acabara de escupir la peor de las blasfemias.
Colgué el teléfono y el padre Esteban me dijo:
- Ahora que estás en esto deberías ser más cuidadoso con tus horarios. Te recomendamos que no te expongas innecesariamente cuando el sol se ha puesto.
- Yo evito hacerlo – terció Iván.- Y Carlos no sale jamás de casa durante la noche.
Atajo de cobardes.
- ¿Y así pretendéis plantar cara a los vampiros?
- Pardo, me temo que no tienes ni idea de a lo que nos enfrentamos.
- Me cargaré de estacas y cruces si es necesario, Iván, pero nadie me va a encerrar en casa como una ancianita asustada.
- ¿Eres hombre de fe?- me interrogó el cura.
- No tengo ni fe en mi mismo – contesté
- Ya me parecía. Entonces has saber que los crucifijos no te servirán de nada. Solo ayudan si su portador es hombre de fe.
- Digamos que algunos objetos funcionan como un amplificador de la fuerza interior- intentó explicar Iván. Puse cara como de que me enteraba de algo.
- El que me ha telefoneado era un amigo de mis días en la policía. A las ocho tengo una cita con el cadáver de Olaya Naier. ¿Alguno se apunta?
- Yo le acompañaré, Pardo – se animó el cura.- Pero no haga oídos sordos de nuestras advertencias.
Disolvimos la tenida y pasé el resto de la tarde charlando con el padre en una cafetería. Me estuvo contando que la relación de Carlos, el bibliotecario, con el Barón de Bouillón venía de largo. De los años cincuenta cuando era aprendiz de zapatero en un pueblito de Teruel. Carlos acabó con Adelle, la por entonces concubina del Barón. Desde aquel encuentro arrastra su cojera y al parecer Carlos y el Barón habían pasado media vida persiguiéndose mutuamente. El padre Esteban había sido formado en artes esotéricas por el Vaticano y se especializó en vampirismo cuando fue destinado para combatir un brote surgido en Hungria. De nuevo, se estaban agrupando para intentar el salto a Asia.
A la hora convenida, la sombra de Óscar dobló la esquina del edificio del Anatómico Forense. Tras hacer las presentaciones, pidió al padre Esteban que se sacara el alzacuellos.
- Disculpe, padre, no hay muchos sacerdotes en el cuerpo.
Entramos en el silencioso edificio y Óscar mostró sus credenciales al vigilante de turno. Atravesamos un pasillo. La limpidez del suelo reflejaba la tenue iluminación como pequeños charcos de luz. No había actividad alguna por allí. Entramos en las cámaras, Óscar echó un vistazo al registro y nos condujo hasta una colmena de nichos metálicos. Respiré hondo. Sabía a lo que me debía enfrentar: el cuerpo de Olaya, desnudo e inerte cubierto por una sábana, la nariz afilada por la muerte y la piel gris claro. Imploré para que hubieran cerrado sus ojos marrones. Óscar tiró del asidero y deslizó la camilla metálica. El sonido metálico de los raíles retumbó por toda la estancia y ante nuestros ojos surgió una camilla vacía.